jueves, 28 de agosto de 2014

Cuando das la nota ... aunque no quieras

Ya estoy de vuelta tras este prolongado bostezo estival, imprescindible y reparador.

Quien espere una entrada titulada "La canción del verano (II)" por el mero hecho de que la anterior se titulaba "La canción del verano (I)" anda muy errado (lo siento Filius Prodigus) ... Ah, pues eres un tío que falta a su palabra o no eres de fiar o ... No, tranquilidad, se publicará, pero no ahora. Por cierto, aprovecho para avisar a lectores/as despistados/as que esas entradas sobre la canción del verano deben leerse en el ordenador, no en dispositivos móviles porque la gracia (si es que la tiene) de las mismas son los vídeos, no el texto y éstos -por lo que he podido comprobar- solo pueden verse en el ordenador y no en el móvil.

Este verano ha sido como la mayoría de los anteriores, ni mejor, ni peor. Hemos disfrutado toda la familia de algo más de dos semanas en la playa, concretamente en Les Cases d'Alcanar, provincia de Tarragona (por los pelos porque la siguiente población pertenece ya a la provincia de Castellón). Hemos hecho excursiones al Delta del Ebro (un clásico), hemos pescado intentado pescar en el mar y en el río, con un resultado poco satisfactorio (tres capturas, siendo dos de ellas de reducidas dimensiones, tanto que, al verlo, me venía a la cabeza aquello de "Pezqueñines, no") y la gran diferencia respecto a años anteriores, hemos quedado con amigos, gente que conocíamos algo por ser también padres del mismo colegio y que no sabíamos que veraneaban allí cerca. También hemos hecho algún plan con P. y E., amigos desde hace ya tiempo y que tienen casa en un pueblo cercano. Como podéis comprobar, unos planes de lo más normalito ... con alguna excepción (ahora viene el sentido del título de la entrada)

Uno intenta siempre, no ya pasar desapercibido, sino por lo menos no llamar mucho la atención (cosa casi imposible cuando eres familia numerosa que, no sé por qué, atraes las miradas de todo el mundo). Sin embargo, a veces, se dan situaciones como éstas:

- Llegada a la playa

Un día decidimos, junto con P. y E. ir a otra playa, que en lugar de ser de piedras (ya os conté en otra ocasión que la playa de Les Cases d'Alcanar tiene esa característica, que la orilla no es de arena, sino de cantos rodados), era de arena. Como no estaba tan cerca, nos subimos todos a la furgoneta y para allá que nos fuimos. Si bien la orilla era de arena, también había piedras en la parte más alejada del agua, justo por donde debíamos pasar con la furgoneta para aparcar. Nuestra entrada fue espectacular. El hecho de llegar una furgoneta cargada de niños y encallarla en las piedras, fue todo un acontecimiento. En el momento en el que el motor empezó a hacer ese ruido tan característico atrajimos todas las miradas. Hice bajar a todo el mundo para evitar que se hundiera más y, claro, al bajar, uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis y siete personas, ya no había nadie en la playa que no hubiera advertido nuestra presencia. Hay que reconocer sin embargo que varios bañistas vinieron en nuestro auxilio y nos ayudaron a salir de ese embrollo. Les estamos muy agradecidos. De verdad.

- En el restaurante (estómagos delicados, absténganse de leerlo)

Una noche acordamos irnos a cenar con P. y E. y con JM y S. Solo los matrimonios y nada de niños. El lugar elegido era un restaurante propiedad de un primo de P. Para alguien acostumbrado a estar rodeado de niños, un plan como éste es todo un acontecimiento. Además de la buena compañía, hay que añadir que el primo de P. trató de quedar bien con nosotros (cosa que consiguió sobradamente) esmerándose con los platos. Todo era fantástico, demasiado bonito. Tras el postre pedimos los cafés y, como suelo hacer por estas fechas, pedí un café con hielo. Además, otro extra nos esperaba: un purito. En ese punto empecé a notar ciertas molestias intestinales y, sobre todo, un malestar general. Me levanté y advertí (luego me dijeron que nadie se enteró) que me excusaba un momento. Fui al servicio y allí empecé a encontrarme peor, sudando como un pollo y muy mareado. Para evitar alarmar a mis compañeros de mesa, decidí volver al comedor de la forma más discreta que pude. Pero no pude. Para empezar, tropecé con un escalón mientras bajaba al salón en el que estábamos (conseguí mantener el equilibrio), la camisa estaba empapada y mi cara (eso me dijeron después) era verde. Me senté en mi silla y enseguida me preguntaron cómo estaba. "No muy bien", dije. A partir de ahí recuerdo un masaje en las sienes, alguien abanicándome y oír frases tipo "Está muy mal", "Hay que llevarlo al CAP", "Yo llamaría a una ambulancia". Y entonces ... la vomitona, tres para ser más exactos. A partir de entonces, la recuperación fue inmediata. Noté como la vida volvía a mi rostro (recuperé el color) y dejé de sudar, pero, al ser ya consciente de la situación, la vergüenza se apoderó de mí. ¡Vaya numerito! Me ayudaron a salir a una terraza exterior y allí me acabé de recuperar. La mujer del primo de P. (la cocinera) estaba asustada pensando que algo podía estar en mal estado (los demás se ocuparon de tranquilizarla) y el gin tonic que había pedido y me habían servido no me lo pude tomar. Suerte que estábamos solos en ese comedor.

Me dijeron que pudo ser un corte de digestión por lo que, señores y señoras, si es así, puedo prometer y prometo que no es una leyenda urbana, que el corte de digestión existe.